VISIONES DE SAN JUAN 2001

Palacio Pedreño Cajamurcia Cartagena 

PORTDA CATÁLOGO







Pide un deseo
Bárbara Meca

La idea de este relato no es mía, aunque tal vez nadie lo escribió antes. Las palabras son las que son y no quiero inventarme otras que puedan significar lo que realmente deseo decir, pero esta constatación no revela nada nuevo. Hace miles de años supe de una vocación que todavía rememoro vagamente. Entonces la necesidad de escribir era absoluta, y aunque mi lenguaje no conociera la palabra, mi fe sonámbula intuyó la posibilidad de su existencia, haciéndola germinar inexorablemente, en un ejercicio de verdadera creación.

Soy consciente de que el protagonista de este cuento, cuyo futuro es neutro, sufrirá el destino que le deparan las palabras que ahora escribo y, de la misma manera, me doy cuenta de que al ser al que vi, suscitándome la necesidad de imaginarle un mundo, todavía no es libre.

El narrador de este cuento es el tótem de San Juan Evangelista porque fue él quien presenció los acontecimientos que llevaron al hermano de sangre, cuyo nombre nunca salió a la luz -y que llamaremos negro, por economía redaccional  -a su ajusticia- miento y entierro en el convento de San Diego.

Por supuesto que, dada su condición de águila, dicho narrador se vio imposibilitado, en aquellos momentos, para el desempeño de la tarea de
redactar los hechos que le liberaron, lo que no le impidió, sin embargo, recordarlos para poder narrarlos, luego que cambiara a un cuerpo con
mayores posibilidades de expresión linguística.

Antes de relatar las circunstancias y trascendencia del hurto sacrílego que movilizó la ciudad de Cartagena durante aquellos cuatro días de procesiones y de pública disciplina, precisar que el tótem de San Juan Evangelista sobrevuela, cada Semana Santa, la ciudad y observa sus penitentes mientras tirita en sus ojos la imagen de un trono grávido y
blanco.

También precisar que posee una lágrima que nunca cae porque el pintor la dibujó así y así quedará por siempre, como un viejo daguerrotipo invariable.

y todo ello, teniendo en cuenta que el tótem de San Juan Evangelista, que siempre fue el mismo (aunque fulgure en sus ojos ostensiblemente una imagen actual que pudiera delatarlo como un ser contemporáneo), acumula infinitas almas que, de paso, anduvieron por su cuerpo en mayor o menor medida, según las necesidades del deseo que las forzó
a poseerlo.

Hoy, provisto de plumas capaces de escribir, por fin puedo esclarecer el suceso que movilizó la ciudad a finales de 1763.

El móvil que condujo al hermano negro (en adelante, H.N.) a su ajusticiamiento por el presunto robo del valioso copón de oro con las sagradas formas consagradas del convento de San Diego, no fue el
ánimo de lucro ni fueron ciertas las declaraciones del joyero, principal prueba de cargo determinante para el dictado de la fatal sentencia.

En aquel momento, Cartagena asistía al final de las procesiones con disciplinantes. Los antiguos hermanos de penitencia, que convivieron con los hermanos de la luz durante el último periodo del siglo
XVIII, se extinguían como neanderthales, dando paso al barroquismo, en detrimento de la devoción austera y penitente que había protagonizado la Semana Santa anteriormente.

Dicha desaparición fue precedida por unos años de decadencia, desprovistos del rigor y significado anteriores, que dieron lugar a prácticas dignas de ser abominadas, como el alquiler de penitentes que
se hacían pasar por sus arrendadores en las procesiones.

H.N. había participado en varias ocasiones como disciplinante por cuenta ajena en las procesiones de Semana Santa, recibiendo por ello ocho reales de mano de algún señor que, de este modo, eludía
alguna obligación contraída en promesa. Sin embargo, H.N. no fue un falso devoto pues su alma venía arrastrando, desde tiempos cavernarios, el estigma de un deseo pasionario que le unía, sin saber porqué, a la imagen de San Juan Evangelista.

Por ello, cuando H.N. recibió el encargo de parte de uno de aquellos señores prominentes, para disciplinarse públicamente en procesión, una vez más, pudo ofrecer su penitencia en aras del cumplimiento de aquel deseo, otorgándole al mandato un sentido de autenticidad.

H.N. completó el recorrido con la cabeza untada de ceniza, la cara cubierta y una larga túnica, abierta por la espalda para facilitar la flagelación -que se infligía con profusión desmedida- sin saber que,
gracias a dicho encargo, cumpliría su deseo de velar, desde los cielos, la imagen de San Juan Evangelista.

Al término de la procesión, un fraile del convento denunció la desaparición del sagrado copón, propiciando con ello la organización de más de quince procesiones en desagravio y la movilización de todas las autoridades militares y eclesiásticas de la ciudad que, conmocionada por el sacrilegio, vivió los últimos días de fervor popular penitente.
Finalmente un platero identificó a H.N. como el responsable del hurto y cesaron los desfiles penitenciales, que no volverían a reunir jamás tantos disciplinantes e irían desapareciendo hasta su definitiva
prohibición por Real Decreto de veinte de febrero de 1777.

Es fácil imaginar que el arrendador de H.N., actuando en connivencia con él, pagó aquellos ocho reales no sólo por acaparar indulgencias sino para que el negro se hiciese pasar por él, sirviéndole de coartada en el sacrílego hurto. Por ello, H.N. fue acusado y sentenciado a la última pena, en un fallo injusto y precipitado que lo condujo sin embargo al cumplimiento de su deseo, liberándome por fin del mío propio.


2001 PIDE UN DESEO VISIONES DE SAN JUAN La verdad 9 abr 2001



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