Palacio Pedreño Cajamurcia Cartagena
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PORTDA CATÁLOGO |
La idea de este relato no es mía,
aunque tal vez nadie lo escribió antes. Las palabras son las que son y no
quiero inventarme otras que puedan significar lo que realmente deseo decir,
pero esta constatación no revela nada nuevo. Hace miles de años supe de una
vocación que todavía rememoro vagamente. Entonces la necesidad de escribir era
absoluta, y aunque mi lenguaje no conociera la palabra, mi fe sonámbula intuyó
la posibilidad de su existencia, haciéndola germinar inexorablemente, en un
ejercicio de verdadera creación.
Soy consciente de que el
protagonista de este cuento, cuyo futuro es neutro, sufrirá el destino que le
deparan las palabras que ahora escribo y, de la misma manera, me doy cuenta de
que al ser al que vi, suscitándome la necesidad de imaginarle un mundo, todavía
no es libre.
El narrador de este cuento es el
tótem de San Juan Evangelista porque fue él quien presenció los acontecimientos
que llevaron al hermano de sangre, cuyo nombre nunca salió a la luz -y que
llamaremos negro, por economía redaccional -a su ajusticia- miento y entierro en el
convento de San Diego.
Por supuesto que, dada su condición
de águila, dicho narrador se vio imposibilitado, en aquellos momentos, para el
desempeño de la tarea de
redactar los hechos que le liberaron, lo que no le impidió, sin embargo,
recordarlos para poder narrarlos, luego que cambiara a un cuerpo con
mayores posibilidades de expresión linguística.
Antes de relatar las circunstancias y trascendencia del hurto sacrílego que
movilizó la ciudad de Cartagena durante aquellos cuatro días de procesiones y
de pública disciplina, precisar que el tótem de San Juan Evangelista
sobrevuela, cada Semana Santa, la ciudad y observa sus penitentes mientras
tirita en sus ojos la imagen de un trono grávido y
blanco.
También precisar que posee una
lágrima que nunca cae porque el pintor la dibujó así y así quedará por siempre,
como un viejo daguerrotipo invariable.
y todo ello, teniendo en cuenta que
el tótem de San Juan Evangelista, que siempre fue el mismo (aunque fulgure en
sus ojos ostensiblemente una imagen actual que pudiera delatarlo como un ser
contemporáneo), acumula infinitas almas que, de paso, anduvieron por su cuerpo
en mayor o menor medida, según las necesidades del deseo que las forzó
a poseerlo.
Hoy, provisto de plumas capaces de
escribir, por fin puedo esclarecer el suceso que movilizó la ciudad a finales
de 1763.
El móvil que condujo al hermano
negro (en adelante, H.N.) a su ajusticiamiento por el presunto robo del valioso
copón de oro con las sagradas formas consagradas del convento de San Diego, no
fue el
ánimo de lucro ni fueron ciertas las declaraciones del joyero, principal prueba
de cargo determinante para el dictado de la fatal sentencia.
En aquel momento, Cartagena asistía
al final de las procesiones con disciplinantes. Los antiguos hermanos de
penitencia, que convivieron con los hermanos de la luz durante el último
periodo del siglo
XVIII, se extinguían como neanderthales, dando paso al barroquismo, en
detrimento de la devoción austera y penitente que había protagonizado la Semana
Santa anteriormente.
Dicha desaparición fue precedida por
unos años de decadencia, desprovistos del rigor y significado anteriores, que
dieron lugar a prácticas dignas de ser abominadas, como el alquiler de
penitentes que
se hacían pasar por sus arrendadores en las procesiones.
H.N. había participado en varias
ocasiones como disciplinante por cuenta ajena en las procesiones de Semana
Santa, recibiendo por ello ocho reales de mano de algún señor que, de este
modo, eludía
alguna obligación contraída en promesa. Sin embargo, H.N. no fue un falso
devoto pues su alma venía arrastrando, desde tiempos cavernarios, el estigma de
un deseo pasionario que le unía, sin saber porqué, a la imagen de San Juan
Evangelista.
Por ello, cuando H.N. recibió el encargo de parte de uno de aquellos señores
prominentes, para disciplinarse públicamente en procesión, una vez más, pudo
ofrecer su penitencia en aras del cumplimiento de aquel deseo, otorgándole al
mandato un sentido de autenticidad.
H.N. completó el recorrido con la
cabeza untada de ceniza, la cara cubierta y una larga túnica, abierta por la
espalda para facilitar la flagelación -que se infligía con profusión desmedida-
sin saber que,
gracias a dicho encargo, cumpliría su deseo de velar, desde los cielos, la
imagen de San Juan Evangelista.
Al término de la procesión, un
fraile del convento denunció la desaparición del sagrado copón, propiciando con
ello la organización de más de quince procesiones en desagravio y la
movilización de todas las autoridades militares y eclesiásticas de la ciudad
que, conmocionada por el sacrilegio, vivió los últimos días de fervor popular
penitente.
Finalmente un platero identificó a H.N. como el responsable del hurto y cesaron
los desfiles penitenciales, que no volverían a reunir jamás tantos disciplinantes
e irían desapareciendo hasta su definitiva
prohibición por Real Decreto de veinte de febrero de 1777.
Es fácil imaginar que el arrendador
de H.N., actuando en connivencia con él, pagó aquellos ocho reales no sólo por
acaparar indulgencias sino para que el negro se hiciese pasar por él,
sirviéndole de coartada en el sacrílego hurto. Por ello, H.N. fue acusado y
sentenciado a la última pena, en un fallo injusto y precipitado que lo condujo
sin embargo al cumplimiento de su deseo, liberándome por fin del mío propio.
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2001 PIDE UN DESEO VISIONES DE SAN JUAN La verdad 9 abr 2001 |
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